lunes, 7 de enero de 2013


Londres, 1 de Enero de 2013
Stella había estado caminando todo el día por la ciudad. Como hacía normalmente durante el día, mientras no podía comenzar a trabajar. El atardecer estaba comenzando a caer, y a ella no le gustaba moverse mucho por calles oscuras desde que a su compañera Lana le rajaran la garganta. A decir verdad, le habían hecho un favor, Compartían esquina, era una competidora. Pero no quería sufrir su misma suerte.
 Entró en una cafetería, prácticamente vacía. El camarero la miró de arriba abajo; botas de caña alta, medias de rejilla, minifalda, top ajustado, americana grande y ancha, maquillaje corrido, moño deshecho. Era prácticamente como si llevase un cartel diciendo: Me voy a ir sin pagarte.
 Se acercó, sin intentar disimular lo molesto que le resultaba que la chica hubiese entrado en su bar.
 -¿Desea algo?- preguntó, impaciente.
 -Una botella de agua estará bien.- Contestó Stella. El camarero no estaba desencaminado; no pensaba pagarla.
 Stella observó la cafetería más cuidadosamente; tenía aspecto de no haber sido reformada en décadas, con sillas antiguas que chirriaban bajo el peso. Dos o tres ancianos dispersados por todo el local ocupaban las mesas. No tendría que correr mucho esa vez para irse.
 De pronto, una melodía llegó hasta sus oídos. Una melodía que había escuchado por primera vez un día de verano, que le había abierto una herida en el corazón que seguía sangrante desde aquel entonces. Una melodía que causaba furor entre el público, pero que a ella le hacía saltar las lágrimas.
 Miró hacia la pantalla del viejo televisor, y allí lo vio: Pelirrojo, ojos azules, pálido y con pecas cubriendo su rostro. Sudadera verde, vaqueros gastados. Como la vez que lo conoció.
 Stella lo recordaba perfectamente. Un día de primavera. Ella estaba sentada en un soportal, un fajo de revistas en la mano y las lágrimas corriendo por su rostro y estropeándole el maquillaje del día anterior. La gente pasaba por delante de ella; ninguno se giraba a ayudarla, algunos se atrevían a observarla por el rabillo del ojo. A Stella le daba igual.
 -Señorita… ¿está usted bien?- escuchó, de pronto, a su derecha. Se giró. Un chico, el mismo que estaba observando ahora mismo en el televisor, le miraba, con ojos preocupados.
 Se lo contó todo. Pasaron la noche hablando sobre ella, su vida, sus problemas, su infancia, sus errores… Todo. No se dejó nada. Y él la escuchó. Le hizo creer que la entendía.
 .Volveré, Stella.- le había dicho, con una sonrisa.- Lo prometo.
 Y ella le creyó.
 Y le esperó. A la noche siguiente, y la siguiente, y la siguiente… Se sentaba en el mismo soportal, aguardando, paciente, a que viniese a por ella. A que la salvase.
 Y luego llegó la canción.
 Sólo fue en ese momento, tres meses después, cuando se dio cuenta de que la había estado engañando.
 -Con todos ustedes… ¡Ed Sheeran, el cantautor del momento!- exclamó el presentador una vez el chico terminó su canción.
 Esa canción.
 Esa canción, encerraba toda la vida de Stella, todos sus secretos. Para muchos podía significar una preciosa composición, pero para Stella era su vida.
 Lloró, de rabia. Estaba enfurecida. Humillada.
 Pero, a pesar de eso, ella seguía esperando.
 Ese día, y siempre.

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