domingo, 7 de octubre de 2012

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 Abres los ojos. Al principio, la luz te deslumbra; regañas los ojos hasta acostumbrarte. Cuando los vuelves a abrir de todo, descubres que estás en un gran, enorme escenario. Ante ti, millones de personas te miran, expectantes. Algunas gritan, otras lanzan luz con el móvil, otras simplemente te miran esperando algo. Bajas la mirada. Llevas un espectacular vestido, que ni siquiera habrías podido imaginar en tus mejores sueños; estás resplandeciente, brillas. Ahora miras hacia la derecha; un chico, el más guapo que has visto en tu vida, está allí, sonriéndote como nadie te había sonreído antes. Se acerca a tí, te besa en la frente y te susurra: ¡Adelante! Ya sabes lo que tienes que hacer. Subes tu mano derecha, donde llevas el micrófono, y cantas. Cantas como nunca lo habías hecho antes. Tu voz suena clara, suave pero fuerte. Se expande por el escenario. El público empieza a gritar, pero tu no paras. Sigues cantando. Cierras los ojos; te dejas llevar por el momento. Oyes como el chico se une a ti, siempre dejando que tu destaques. Cantas y cantas, descubriendo que no te cuesta llegar a los agudos, que no te duele el estómago después de llevar mucho tiempo, que el público se emociona al oír tu voz. Tú solo cantas. La canción acaba, tu bajas el micrófono lentamente, el público se va acallando hasta enmudecer del todo.

 Abres los ojos.

El sueño se acaba.

Ya no eres nada.

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